En algún momento de su génesis eran seres respetados por la sociedad. Transmitían la sensación de cierta urbanidad. Seres de cara pálida y traje atemporal -en esa extrañísima época las calzas eran una medida de modernidad y atemporalidad, no sé por qué- que imitaban los gestos sobresalientes de los ciudadanos. Reirse de uno mismo era señal de urbanidad y muestra irrefutable de poseer una mente abierta. La mente abierta era el último grito de la moda.
En algún momento nos agarró un cansino fastidio. Fue como un ataque de sinceridad. Woody Allen le dio el empujón a la cosa en su película Tales from the Mall. En una escena muy recordada, el protagonista y anti-héroe empuja al mimo atónito que cae al suelo. Qué alivio!
Nos aburrimos de los imitadores, de la gente que no dice las cosas como son, de la muda desaprobación y la pálida sorna. Nos cansamos de las remeras de rallas y de los pantalones negros con medias blancas. Y toda esa urbanidad, ahora, ya no se usa.