Transiciones

La transición política en Argentina es una época temida y odiada. Apena. Sobre todo porque destroza la posibilidad de que un político madure en sus ideas. Los cambios son tan violentos y feroces que no existe un momento para la reflexión, para la explicación sobre por qué las cosas ahora son diferentes.

El golpe militar ha mutado en golpes políticos que ponen a los mismos actores a decir cosas diametralmente opuestas sin que exista un razonamiento. Y el daño que eso provoca pocas veces es observado: la evolución normal de un político se transforma en una serie de traiciones a su palabra.

Lo que podría ser un cambio observable en alguien que aprendió se transforma en la mentira que, pareciera, las personas quieren escuchar en este ciclo. Y, aunque se pueda notar que han aprendido a mentir mejor, su pensamiento político sólo retrocede.

El denominador común del político argentino gira alrededor de mantener a los votantes contentos a través del gasto inagotable del Estado. El liderazgo, la visión de los problemas que vendrán o el sembrar para el futuro no aparecen nunca en el horizonte.

Apenas algunos mentirosos prometen mantener lo bueno y corregir lo malo para cosechar los votos de los que se sienten conformes con lo que tienen hoy.

Y mienten porque el palo que impide la rueda de la evolución política es la corrupción. La culpa se erige cuando no hay más justicia que mirar para otro lado, cuando daremos lugar a la hipocresía como única medida superadora. Y esa culpa es tapón y machete, para mutilar y mantener las cosas en el mismo lugar.

Vamos y venimos hablando de antinomias que no existen: Estatal o privado, industria o agricultura, federales o unitarios. Pero nuestro lenguaje político cada día se parece más al griterío informe de los orcos.

Hoy estamos tan empobrecidos que asistimos a un teatro sin ilusiones, con un actor que en soledad va cambiando de mueca para hacer cada personaje.